Óscar Gutiérrez. / Crónica
La soledad, el abandono y la crueldad del desplazamiento interno lo representan en carne viva, Rosa y su hija Karen, nacida hace cinco días, en el trayecto de la marcha de Pies Cansados de los desterrados de Chenalhó, Zinacantán y Ocosingo.
Cuarenta y ocho horas después de asomar al mundo una estampida de gases lacrimógenos, piedras y cohetones en la plaza central de la capital de Chiapas, bautizó y etiquetó a la pequeña Karen en la galería de los olvidados, los desposeídos y los despreciados de Chiapas.
Las refriegas entre policías, normalistas, desplazados y trabajadores de Salud, sellaron la presencia de la niña junto a sus padres Alberto Hernández de 30 años y Rosa Gutiérrez (29), quien la parió en la aflicción de la madrugada y la precariedad del hospital Rafael Pascacio Gamboa, en Tuxtla Gutiérrez, institución emblemática del acusado desabasto de medicamentos e insumos.
La pequeña descendiente tzotzil por línea paterna, absorbió desde el vientre, el desamparo y las carencias por la deficiente nutrición de su madre.
El jueves de su nacimiento confirmó la apertura de su senda tan difícil que transita ya con sus hermanos Alberto de 5 años, y Karla de 3, respectivamente.
Karen tiene su propia versión de Pies Cansados. La inició al dejar el hospital y emprender el trayecto al campamento de los 445 desplazados, en las proximidades de la caseta de peaje de la carretera de cuota de Tuxtla Gutiérrez-San Cristóbal de las Casas, en la ciudad de Chiapa de Corzo.
La primera etapa de los infiernos del desplazamiento llegó a Karen, la hija más joven del destierro, cuando apenas abrió los ojos al mundo y resintió la angustiante punzada de su madre, que la mandó de bruces con los sin tierra, los migrantes en su propia entidad, los sin nada.
Le llegó la certeza de los desplazados, que el sábado, cada quien, perdió el único patrimonio visible: una caja de huevos El Calvario, que guardaban ropas, cobijas y alimentos.
Las palomas cerraron su festín de camarón seco, pozol blanco, tortillas y frijoles en bola, y dejaron vacíos a los desplazados en la inmensidad de la plaza pública.
Rosa, originaria de una comunidad de Oaxaca vuelve a la congoja de ese jueves del alumbramiento.
Alberto, su único acompañante en el parto, sólo tenía 50 pesos en los bolsillos; había que regresar bajo cuidados al campamento, al menos, en taxi, cuya tarifa el conductor la fijó en 400 pesos, y no la bajó por mucho que fue el ruego.
Sangrante aún Rosa dejó el camastro del hospital. Emprendió el retorno, ahora de Pies Cansadísimos, hacia Chiapa de Corzo.
“Había que acortar el camino, estirar los 50 pesos para que nos alcanzara para el viaje”, recuerda.
Trastabillante, con dolores de posparto y con un deprendido hilillo de sangre cayendo entre las ingles, la mujer se entremezcló en las calles bajo la mirada indiferente de los transeúntes.
Apoyada en el hombro de Alberto, con la niña en brazos, la parturienta llegó a un cruce, y abordó un autobús Avisa, un guajolotero, con el solidario pasaje de 15 pesos.
Con caldo de gallina, una representación de los 445 celebró a la madre y la neonata.
Rosa compartió su plato con Alberto y Karla, sus otros pequeños. Sorbió lo que quedó en el fondo y se dio por bien servida.
Los médicos le recomendaron que si no tenía alimentos, bebiera siquiera agua para que produjera leche para la bebé.
Rosa, la oaxaqueña de mirada suave y gestos amables, alimentada, como sus ancestros, con maíz, frijol y chile, recobró porciones de fuerza en el descanso del campamento.
Cuarenta y ocho horas después, con Karen en los brazos, la mujer de pasos incansables y espíritu imbatible, enfrentaba la estampida de Los Pies Calcinados bajo un cielo de metrallas de gases lacrimógenos, petardos, piedras y cohetones.
Detrás de las cortinas del no – diálogo, de la no- concertación ni resolución efectiva, el llamado Güero Velasco pertrechado militar y policíacamente en la sede del Poder Legislativo, se rendía en la ficción del embeleso de su sexto y último informe de gestión.
El gobernador sustituto de él mismo y senador con licencia tejía un mundo de oropel que, con abrazos y selfies incesantes, los 40 diputados locales resguardaban para que los reclamos y los tronidos de las batallas no penetraran el recinto y se agolparan en su rosáceas orejas.